La Fábrica de Oxígeno es un sitio en el que yo jugaba cuando era pequeña. Una casa con una sola planta en la que vivían el dueño de la fábrica con su mujer y sus dos hijos. De uno de ellos estuvo locamente enamorada mi prima. O sea, que éramos casi de la familia.
Detrás del escaparate de la planta baja se alineaban las bombonas de oxígeno. En ese cristal pegaba yo a veces la frente para curiosear. Eso sí, siempre lo hacía cuando estaba cerrado. Me parecían artículos demasiado serios como para que alguien de mi edad pudiera meter sus narices como si nada.
Pero lo más sorprendente era una pasta blanca y crujiente que la fábrica depositaba cada cierto tiempo en las orillas del río cercano.Esta abyecta contaminación era una de las más peligrosas aventuras que vivíamos mis primas y yo con una periodicidad indefinida. Caminar sobre esta pasta, sin que nuestros pies se hundieran, era algo semejante a lo que debió sentir Armstrong al pisar la luna.
En el peor de los casos, la fina capa se rompía y nuestro zapato se hundía. Entonces sí que no podíamos negar en casa dónde habíamos estado y acabábamos “cenando de caliente”, según una expresión muy común en esos años. Creo que si cierro los ojos todavía puedo recordar el olor de esa pasta mezclado con el sabor salado de mis lágrimas tras la consabida bronca.
Hace un mes pasé por allí delante. La Fábrica de Oxígeno ya no existe. En su lugar han instalado un taller de lavado de coches. Por un momento me entristecí pero, finalmente pensé que, en mi imaginación, tanto la fábrica como el taller seguirán siempre produciendo burbujas.

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